Oscar González.
Ex diputado nacional del Partido Socialista.
Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.
Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.
Ahora que se recuerdan los 20 años de la caída del muro de Berlín, quizás sea el momento de analizar los cambios en el paisaje político mundial y, en particular, cómo han quedado posicionadas las opciones de izquierda tras el derrumbe de la versión centralizada y autoritaria del socialismo -incluido el desmembramiento de la Unión Soviética- proceso que fue saludado como un triunfo definitivo del capitalismo y el fin de las ideologías y, por lo tanto, del conflicto de clases en cualquiera de sus formas.
Esa lectura necesaria no puede evitar analizar, también, el rol de la izquierda en países como el nuestro.
Lejos de sacar ventaja de la crisis del llamado socialismo real, la variante reformista-socialdemócrata europea ingresa inmediatamente después del cataclismo berlinés a su propia debacle expresada en una severa erosión electoral y un trance político-ideológico complicado, que entre otras cosas trae intentos supuestamente modernizantes como la Tercera Vía que encarna Tony Blair en Gran Bretaña.
Pese al rescate positivo de algunas cuestiones fundantes del socialismo democrático, ese vuelco significa el reconocimiento de amplios sectores de la socialdemocracia y del laborismo a la hegemonía del capital financiero y la admisión del liderazgo unipolar de los Estados Unidos, lo que lleva, por ejemplo, a que Blair se sumara a la política de Bush y enviara tropas a Irak.
Incinerados los proverbiales papeles de la socialdemocracia, pareció que la izquierda democrática ya no tenía destino. Sin embargo, aparece en el horizonte latinoamericano, y particularmente en el sur del continente, un fenómeno original consistente en la emergencia de procesos de protagonismo popular ajenos a los paradigmas socialistas de los siglos XIX y XX, pero asimilados a ellos en cuanto a sus objetivos de igualdad y justicia social.
Así, en una travesía conflictiva, colmada de "impurezas" doctrinarias y de avatares que no encuadran en los esquemas tradicionales, se verifica en esos países un proceso de cambios socioeconómicos y culturales cuya diversidad lleva a algunos analistas interesados al dictamen prejuicioso de escindir en dos el mismo curso: una izquierda "buena" que se expresaría en Chile, Uruguay y acaso Brasil, y otra, "mala", que simbolizarían Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Así, ignoran que los distintos proyectos son vertientes de un mismo fenómeno que, sometidos a peculiaridades locales e itinerarios desiguales, generan cambios progresistas signados algunos por la fuerte movilización de los pueblos originarios y, otros, por la impronta de sectores sociales distintos.
Una visión más abarcativa ve en todos estos recorridos nacionales el empeño común de cuestionar la injusta distribución del ingreso que deviene de la extrema concentración de la riqueza; el reconocimiento de que la monopolización de la información es un instrumento coactivo del privilegio y, en fin, la convicción de que no hay soberanía nacional sin mancomunión económica y política regional frente a un orden capitalista globalizado que aunque tambaleen sus cimientos, muta una y otra vez repitiendo el mismo esquema de dominación.
En Argentina, la izquierda democrática, sea o no socialista y llámese como se llame: progresismo, centroizquierda o lo que sea, no puede mantenerse indiferente frente a la implacable evidencia de las transformaciones que se suceden desde hace seis años.
Marginarse por autorreferencia intelectual o desaprensión no hallaría justificación política alguna.
En cambio, colaborar con la profundización de los cambios sin perder autonomía, preservando cada identidad y sin aceptar imposiciones, expresaría la decisión de compartir la misión de aportar al cumplimiento de objetivos históricos que en definitiva son propios.
Esa lectura necesaria no puede evitar analizar, también, el rol de la izquierda en países como el nuestro.
Lejos de sacar ventaja de la crisis del llamado socialismo real, la variante reformista-socialdemócrata europea ingresa inmediatamente después del cataclismo berlinés a su propia debacle expresada en una severa erosión electoral y un trance político-ideológico complicado, que entre otras cosas trae intentos supuestamente modernizantes como la Tercera Vía que encarna Tony Blair en Gran Bretaña.
Pese al rescate positivo de algunas cuestiones fundantes del socialismo democrático, ese vuelco significa el reconocimiento de amplios sectores de la socialdemocracia y del laborismo a la hegemonía del capital financiero y la admisión del liderazgo unipolar de los Estados Unidos, lo que lleva, por ejemplo, a que Blair se sumara a la política de Bush y enviara tropas a Irak.
Incinerados los proverbiales papeles de la socialdemocracia, pareció que la izquierda democrática ya no tenía destino. Sin embargo, aparece en el horizonte latinoamericano, y particularmente en el sur del continente, un fenómeno original consistente en la emergencia de procesos de protagonismo popular ajenos a los paradigmas socialistas de los siglos XIX y XX, pero asimilados a ellos en cuanto a sus objetivos de igualdad y justicia social.
Así, en una travesía conflictiva, colmada de "impurezas" doctrinarias y de avatares que no encuadran en los esquemas tradicionales, se verifica en esos países un proceso de cambios socioeconómicos y culturales cuya diversidad lleva a algunos analistas interesados al dictamen prejuicioso de escindir en dos el mismo curso: una izquierda "buena" que se expresaría en Chile, Uruguay y acaso Brasil, y otra, "mala", que simbolizarían Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Así, ignoran que los distintos proyectos son vertientes de un mismo fenómeno que, sometidos a peculiaridades locales e itinerarios desiguales, generan cambios progresistas signados algunos por la fuerte movilización de los pueblos originarios y, otros, por la impronta de sectores sociales distintos.
Una visión más abarcativa ve en todos estos recorridos nacionales el empeño común de cuestionar la injusta distribución del ingreso que deviene de la extrema concentración de la riqueza; el reconocimiento de que la monopolización de la información es un instrumento coactivo del privilegio y, en fin, la convicción de que no hay soberanía nacional sin mancomunión económica y política regional frente a un orden capitalista globalizado que aunque tambaleen sus cimientos, muta una y otra vez repitiendo el mismo esquema de dominación.
En Argentina, la izquierda democrática, sea o no socialista y llámese como se llame: progresismo, centroizquierda o lo que sea, no puede mantenerse indiferente frente a la implacable evidencia de las transformaciones que se suceden desde hace seis años.
Marginarse por autorreferencia intelectual o desaprensión no hallaría justificación política alguna.
En cambio, colaborar con la profundización de los cambios sin perder autonomía, preservando cada identidad y sin aceptar imposiciones, expresaría la decisión de compartir la misión de aportar al cumplimiento de objetivos históricos que en definitiva son propios.
14-11-2009
No hay comentarios:
Publicar un comentario